la verdadera maestría

Me dediqué al Taichí porque no era especialmente fuerte ni rápido al hacer deporte; porque no era inteligente en mis estudios, ni significativamente simpático en el trato con los demás; porque era nervioso y emocionalmente inestable, para detrimento de mi propio organismo; porque no tenía una razón especial por la que vivir ni por la que esforzarme en la Vida;...

Y así, el Taichí surgió en mi camino como un ejercicio que no precisa que seas fuerte ni rápido, ni inteligente ni tranquilo, ni ilusionado ni motivado. Un práctica corporal que no tiene aspiraciones ni pretensiones de grandeza, ajena al sobresfuerzo, a la competición y a la vistosidad. Un arte marcial que no busca hacer daño, sino sólo preservar la propia salud y la del contrincante (si lo hubiera), haciéndole tomar conscienca de que por la fuerza no se obtiene ningún mérito. Y si no hay oponente, tan sólo moverse al ritmo de la naturaleza y de las estaciones; del río y del viento; de la nube que se posa en la montaña...

Con el Taichí he aprendido que las facultades a desarrollar ya están dentro de  cada uno: la sensibilidad, la suavidad, la despreocupación, el deleite de las cosas sencillas, la contemplación de lo que nos rodea... El resto de objetivos sirven sólo para desgastar el propio cuerpo, mermar la propia energía y abstraer la propia conciencia.

Ójala hubiera encontrado antes esta comprensión, pero he necesitado años de práctica constante para entender que no es necesario llegar a ningún nivel de dominio ni de destreza. Décadas para entender que la verdadera maestría subyace en el interior de cada uno, sólo hace falta quitar aquello que sobra...

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